miércoles, 18 de julio de 2007

Filiación

¿En qué momento uno deja de hablar con los padres?. ¿Es en ese instante en que deviene adulto y ya no pide permisos?. O es cuando desea esos permisos de forma explícita y como sabe que no va a obtenerlos (porque las diferencias de opinión sobre determinadas cosas son cada vez más abismales, sobre todo sobre cómo uno, hijo, maneja su vida y sus tiempos), sencillamente calla. ¿La comunicación madura o se interrumpe?. ¿Cuando uno finalmente cumple con los objetivos macro de sus padres (pongamos por caso tener un título), la sensación de deuda hacia ellos se extingue?. ¿O será que en ese momento van a desear otras cosas y seremos eternos morosos?. ¿Llegaremos a sentirnos libres entonces o no?. Queremos esa libertad o en nuestro reclamo exigimos algo que no estamos preparados para afrontar, esto es, hacer lo que queramos sin importar lo que digan. Y qué si cuando ellos nos dejan ir no queremos que lo hagan. Y qué si se transforman en el único motivo por el cual seguimos adelante, para no defraudarlos. Qué cosa tan ambigua con los padres. Alguna vez dije que están para hacer de lo fácil algo difícil y de lo difícil algo sencillo. Hay frases hechas que no son sinceras: “esto lo haces por vos, no por mi”. A simple vista no es verdad, sino no habrían ofensas cuando nos salimos un rato del plan estipulado. No somos ellos. No vivimos en su época. Gracias a su sacrificio hoy no necesitamos sacrificarnos, estamos más contenidos. Y el sacrificio quizá existe desde otro lado. En mi caso, estar sola, lejos. “Pero vos lo elegiste”. Piedad. Lo elegí, pero tengo permiso para sufrir la soledad. “Hiciste lo que querías”. Era una infante, un adolescente pocas veces sabe lo que quiere. ¿“Querés volverte?”. No!. Quiero quejarme un rato. Un rato nomás. Una eterna puja por quién es el victimario y quién la víctima en esta ronda. Qué cosa tan pasional con los padres. Todos sabemos de qué hablamos cuando hablamos de ellos. Todos pueden sentirse identificados con estas palabras. Y ellos, buscando el manual inexistente para criarnos, ponernos límites y encima facilitarnos la felicidad. Tolerando la adolescencia, etapa que debiera abolirse. Amor y odio. Catarsis y ternura. Presencia intolerable. Ausencia insoportable. Tire y afloje. Desesperación e inercia.

martes, 10 de julio de 2007

Noctámbula

En plena adolescencia solía quedarme mirando tele un rato después de cenar. Mi mamá desaparecía por el pasillo cargando su bolsa de agua caliente y deseándome buenas noches. A veces teníamos charlas prolongadas hasta que ella me dejaba hablando sola porque se perdía en algún sueño y era imposible recuperarla. Las luces de todos los ambientes estaban apagadas y era mi momento de libertad. Entonces encendía la computadora y empezaba a escribir. Cualquier cosa, lo primero que se me ocurría. Por aquella época hice mi primer cuento, Resplandores, que relataba una jornada de tragedia en un pueblo pequeño, tras el derrumbe del diario zonal. Era la historia de Milagros, una periodista adicta a las primicias. Hace poco lo releí. Empezaba así: Milagros se apartó del reflejo penetrante de aquel vidrio posado en el suelo, entre los escombros. Yo siempre tan ornamental. Uno no suele darse cuenta cuánto de su futuro queda registrado en un escrito inocente porque en ese entonces no me veía a mi misma como periodista ni mucho menos. Tenía todo por delante y ninguna sospecha. Pero era feliz. En esas noches, cuando el cansancio era su ausencia yo me sentía viva. Todas las mañanas de mi adolescencia fueron un caos para despertarme. Mamá probó alternando los tonos de voz, la intensidad de la luz, la abundancia de los desayunos, pero no había caso. Aún así, mis noches eran mías. Mi rincón junto a la ventana. Ese silencio imposible de la madrugada. Estaba gestándose en mí eso que soy.

1.30 de la madrugada y sigo despierta recordando mis primeros noctambulismos. Trabaje o no, no puedo evitarlos. También pienso en mis primeros escritos. No siempre nos gusta lo que escribimos, pero no deja de ser auténtico. Pienso en esto porque la veterinaria me dijo que cuanto más tarde yo en acostarme y cuanto más cálida sea mi casa, Camila nunca va a dejar el celo porque para ella es siempre de día. Los conflictos que se generan cuando uno deja de ser sólo uno. Cuando la convivencia se da en un ambiente más reducido que la casa de nuestra niñez, con sus pasillos y divisiones. Cuando de alguna manera hay que empezar a entender el significado de postergarnos por el bien del otro. De todos modos cuando no está en celo, el noctambulismo de Camila me resulta encantador.

miércoles, 4 de julio de 2007

París

París tenía esos colores diurnos, esa luz. El espíritu festivo y volátil,
esas dimensiones jamás vistas. Al ver la torre me quedé sin aire. Ya no pude hablar. No logré comprender el significado de mis palabras ocultas. Todo tan perfecto, tan bello. Una ciudad así, con sus suciedades y miserias, pero aún tan bella... que quise morír allí. Ser una de las flores de los puestos de Notre Dame, una molécula del río.
Después de todos estos años le temo al olvido de esos tontos detalles que creía invencibles, pero algo se me quedó en la piel, se perdió en mis ojos, en mis manos y en mi boca.
Fue amor a primera vista con París y de esos amores que duran la vida entera.

domingo, 1 de julio de 2007

Casa 23

Me despedí de la calle Santa Fe en un gesto sonriente. No tenía ni la menor idea de cómo era el lugar hacia el cual me dirigía, pero había una certeza: era lejos, muy lejos. Con todos esos gestos de temor en las voces de los otros y las recomendaciones pertinentes, con un disparador desde el centro de mi ser hacia la aventura de saberme lejos por una buena causa, con la confianza de otros tantos; sencillamente me fui.
Julián Álvarez se perdió de vista en algún momento que yo no divisé y la Avenida Pueyrredón era habitada por centenares de personas, con ese sol irrespetuoso del último suspiro del mes de junio. Abruptamente vinieron recuerdos de ese itinerario y supe que lo hacía hace meses rumbo a la fundación, pero sólo hasta que la Avenida Caseros desapareció también. Después no sé. Unas casas de ladrillos, una ruta, álamos, basurales, puentes. Silencio.
Aventurándome a paso lento sobre la gente inamovible del colectivo, pedí disculpas, pedí permisos, hice preguntas. Pero sólo una hora y media después de haber dejado esa vereda gris del Jardín Botánico logré bajar en Camino Negro al tres mil trescientos y llamé a Marta. El encuentro fue a mitad de cuadra y a mi lado esa estructura parecía una autopista enloquecida, “es nueva” me dijo Marta y caminamos hasta perdernos en el pasaje Saborido que habita Amberes.
El mate era dulce y el ambiente cálido. Me sentí en casa, a salvo de todo lo desconocido del radio exterior. Me sentí lejos y a salvo, ¿extraño?.
Cuando apagué el grabador era el momento exacto para partir antes de que oscureciera. Marta me mostró unas fotos, me recomendó un ibuprofeno para el dolor de garganta y me acompañó a la parada del 188. Desde el colectivo la vi por última vez, sonriéndole a una vecina. Recordé sus lágrimas mojando los recuerdos, sus ojos pequeños, cansados. Y recordé que yo… lloré también. El frío del regreso no me dolía, porque regresaba a mi casa, al calor de las paredes, a mis planes nocturnos, a mis trabajos en curso, a mis certezas y mis divinas inquietudes. A todo eso que nadie quebró jamás.
Quizá llorar el lamento ajeno por una injusticia nos vuelve un poco más humanos que antes. Talvés sentir en la piel el peso de la ausencia de un desconocido que revive ante nosotros en los ojos de su madre nos golpea de algún modo que derrite los muros de acero de nuestra rutina. Quizá.

Yo sé que a mi regreso, yo no era la misma.