domingo, 1 de julio de 2007

Casa 23

Me despedí de la calle Santa Fe en un gesto sonriente. No tenía ni la menor idea de cómo era el lugar hacia el cual me dirigía, pero había una certeza: era lejos, muy lejos. Con todos esos gestos de temor en las voces de los otros y las recomendaciones pertinentes, con un disparador desde el centro de mi ser hacia la aventura de saberme lejos por una buena causa, con la confianza de otros tantos; sencillamente me fui.
Julián Álvarez se perdió de vista en algún momento que yo no divisé y la Avenida Pueyrredón era habitada por centenares de personas, con ese sol irrespetuoso del último suspiro del mes de junio. Abruptamente vinieron recuerdos de ese itinerario y supe que lo hacía hace meses rumbo a la fundación, pero sólo hasta que la Avenida Caseros desapareció también. Después no sé. Unas casas de ladrillos, una ruta, álamos, basurales, puentes. Silencio.
Aventurándome a paso lento sobre la gente inamovible del colectivo, pedí disculpas, pedí permisos, hice preguntas. Pero sólo una hora y media después de haber dejado esa vereda gris del Jardín Botánico logré bajar en Camino Negro al tres mil trescientos y llamé a Marta. El encuentro fue a mitad de cuadra y a mi lado esa estructura parecía una autopista enloquecida, “es nueva” me dijo Marta y caminamos hasta perdernos en el pasaje Saborido que habita Amberes.
El mate era dulce y el ambiente cálido. Me sentí en casa, a salvo de todo lo desconocido del radio exterior. Me sentí lejos y a salvo, ¿extraño?.
Cuando apagué el grabador era el momento exacto para partir antes de que oscureciera. Marta me mostró unas fotos, me recomendó un ibuprofeno para el dolor de garganta y me acompañó a la parada del 188. Desde el colectivo la vi por última vez, sonriéndole a una vecina. Recordé sus lágrimas mojando los recuerdos, sus ojos pequeños, cansados. Y recordé que yo… lloré también. El frío del regreso no me dolía, porque regresaba a mi casa, al calor de las paredes, a mis planes nocturnos, a mis trabajos en curso, a mis certezas y mis divinas inquietudes. A todo eso que nadie quebró jamás.
Quizá llorar el lamento ajeno por una injusticia nos vuelve un poco más humanos que antes. Talvés sentir en la piel el peso de la ausencia de un desconocido que revive ante nosotros en los ojos de su madre nos golpea de algún modo que derrite los muros de acero de nuestra rutina. Quizá.

Yo sé que a mi regreso, yo no era la misma.