Añoranza. Lejanía. Pesar. Nostalgia.
Cerremos este capítulo que tiene un dejo de permanencia asfixiante. Cerremos las cajas con viejos papeles repletos de polvo. Cerremos una puerta, dejemos caer esa lágrima. Entreguemos la llave y sonriamos a esa noche bonaerense magnífica que siempre supo complacernos con su mera imagen. Dejémonos llevar por el camino hacia el después, o hacia el ahora. Pisemos el asfalto con firmeza dando esos últimos pasos, habitándolo una vez más mientras nos deja y lo dejamos. Que nos duela el vacío en el centro del cuerpo tenso de ansiedad, tembloroso y febril. Que nos moleste ese dolor, que nos colme de dudas. Que nos falte el aire de pronto.
Sintamos la pendiente del mundo en la próxima esquina y decidamos entonces saltar de una vez sin pensarlo dos. Atémonos a cosas incorpóreas de las que luego podamos desatarnos con facilidad si así lo quiere el viento. Huyamos en el aire lejos de todo para acercarnos a un nuevo ego y conocernos un poco. Un poco siquiera. Porque en el limite que separa cada una de las figuras de la tierra, allí podemos encontrar una esencia nueva, que siempre fue nuestra.
Y ser, ser y ser…
Abramos los postigos en tierras lejanas. Digamos: “¡es este el lugar de mis sueños!”. Bebamos el viento de tierras cercanas. Digamos: “¡es este el lugar de mi sueños!”. Y soñemos lugares de esta manera. Vivamos rincones, degustemos poesías, saboreando una a una las letras de nuestra palabra preferida.
Luz.
¿No es acaso una palabra deliciosa?
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